Supongo que si pienso en la docencia tengo que pensar algo más allá de
mi propia experiencia como docente; procedo de una familia de
profesores y maestros: mi madre es Licenciada en Geografía e Historia y
ejerce como profesora en su propia academia; dos de mis tres hermanos
son docentes y una de mis cuñadas educadora infantil; también es
profesor mi marido, él de español como lengua extranjera; y en mi
familia política, dos de mis cuñados son profesores de inglés. Si
tomamos esto como punto de partida, es fácil pensar que las comidas
familiares de los fines de semana están plagadas de comentarios sobre
alumnos, compañeros, formas de enseñar y un largo etcétera.
Mi
biografía personal como docente se remonta a 1996, año en que terminé mi
licenciatura en Filología Hispánica; un mes antes de acabar la carrera,
me llamaron del colegio en el que mi hermano estudiaba COU porque se
había puesto enfermo el profesor de Lengua y literatura y necesitaban
alguien que lo sustituyera; la llamada se produjo a las 8:00 de la
mañana; a las 10:00 estaba dando clase.
Después de esa breve
experiencia, que duró apenas un mes y medio, dejé aparcada la docencia y
me dediqué a la investigación, con una beca de Formación de Personal
Investigador que duró tres años; en este período comencé a impartir
clases en la Universidad cuando mi director de tesis tenía algún viaje.
Al
terminar la beca, allá por 1 999, volví a la docencia fundamentalmente
por razones económicas; enseñar español o inglés como segunda lengua era
una forma razonable de conseguir algo de dinero hasta acabar la tesis o
encontrar un trabajo más estable; trabajé para diversas academias
durante tres años impartiendo todo tipo de asignaturas de humanidades
(lengua española, inglés, literatura, español para extranjeros y latín).
En
2002 defendí mi tesis doctoral y comencé a trabajar en un proyecto de
investigación en el Instituto Cervantes que compatibilicé con clases de
español como segunda lengua hasta 2004, fecha en la que
(afortunadamente) dejé las clases en academias de forma definitiva.
En
2005 saqué una plaza como profesora asociada del área de Lengua
española en la Universidad de Alcalá; desde entonces me he dedicado a la
docencia universitaria, aunque no siempre a tiempo completo; en 2008
oposité al cuerpo de profesores de enseñanza secundaria y aprobé el
examen, aunque no saqué plaza. Desde septiembre de ese año, y durante
dos años y medio, compatibilicé mi trabajo de docente en la UAH con el
de profesora a tiempo parcial en la enseñanza secundaria en tres
institutos diferentes.
Finalmente, en febrero de 2010 gané una plaza
como Profesora Ayudante Doctora en la UAH, siendo este el cargo docente
en el que desempeño mi trabajo en la actualidad.
De este modo,
puede decirse que, aunque de forma intermitente, mi experiencia docente
se extiende a lo largo de dieciséis años, casi la mitad de mi vida. A lo
largo de estos años, mi forma de concebir la docencia ha cambiado
sustancialmente.
Mi primera experiencia como docente fue “extraña”,
por definirlo de alguna manera. Siempre había deseado ser profesora y
creía que simplemente con ilusión y una buena dosis de paciencia podría
conseguir ser una buena profesora; sin embargo, aquella experiencia con
jóvenes de BUP cambió radicalmente mis expectativas: no se callaban
cuando yo se lo pedía, no mostraban ni el menor interés por la lengua y
la literatura y tampoco parecía que les interesara demasiado estar en el
Instituto; siempre estaban los buenos alumnos, que se sentaban delante y
tomaban nota de lo que yo iba contando, pero aun así, no parecía que a
nadie le interesara que el sujeto pudiera situarse muy muy lejos del
verbo (algo que, por cierto, a mí me parecía fascinante).
Así pues,
abandoné la docencia, al menos de forma activa; como he dicho
anteriormente, en mi familia hay muchos docentes; mi madre empezó a
enseñar justo cuando acabó la carrera y nos contaba historias
fascinantes de sus alumnos y de sus clases, de modo que empecé a echar
de menos esas clases en las que el profesor habla y los alumnos asienten
impresionados en las que, por otro lado, yo nunca había estado.
Acabó
mi beca como investigadora y volví a encontrar trabajo como docente, de
muchas cosas, pero sobre todo de español e inglés como segunda lengua.
Aquellas clases me aburrían muchísimo; yo me empeñaba en que los alumnos
aprendieran la gramática de la lengua que estábamos estudiando pero
para ellos era tarea prácticamente imposible. Mi sentido del deber me
hacía preparar las clases e intentar ser lo más amable y alegre posible,
pero tenía la idea de que, para enseñar idiomas, lo único importante
era ser una gran actriz, y eso me provocaba un aburrimiento total.
Resultaba,
sin embargo, bastante contradictorio el hecho de que en las épocas de
mi vida en las que no daba clase echaba siempre de menos la docencia.
En
2005 saqué, por fin, una plaza como profesora asociada en la UAH y mi
vida docente dio su primera vuelta drástica. En la Universidad las
clases no eran aburridas; yo enseñaba aquello que estudiaba y que me
apasionaba y algunos de los alumnos (que no todos) mostraban mucho
interés por lo que estaba contando; empecé a disfrutar mucho con mi
trabajo y me llevaba bien con los alumnos. Durante los primeros años la
docencia iba bien hasta que llegaban los exámenes. En un contexto en el
que el Plan Bolonia no existía y la plataforma virtual tampoco, la forma
de proceder (al menos la mía) era dar clases magistrales durante cuatro
meses y después hacer un examen para ver qué habían aprendido. Lo malo
es que nunca habían aprendido lo que yo deseaba que aprendieran; en los
exámenes la mayoría de los alumnos contestaba muy bien la parte teórica,
lo que demostraba que realmente habían estudiado, pero cometían errores
a mi juicio muy graves en la parte práctica; aprobaban, en la mayoría
de los casos, porque les había visto trabajar durante el curso y me
parecía injusto condenarles a repetir una asignatura que probablemente
al año siguiente tampoco entenderían para nada.
En septiembre de 2008
dejé de trabajar en el Instituto Cervantes para incorporarme al cuerpo
de profesores de enseñanza secundaria; pasé dos años y medio impartiendo
clases a enseñanzas medias y creo que mis mejores experiencias como
docente vienen de esta época; trabajé durante este período en tres
centros diferentes; el primero y el tercero con alumnos de la ESO de un
nivel medio e incluso podríamos decir alto; el segundo año, sin embargo,
di clase en un instituto de Barajas a alumnos que habían finalizado el
Programa de Cualificación Profesional Inicial (la antigua Garantía
social); la mayoría de esos alumnos eran inmigrantes; muchos de ellos
procedían de familias desestructuradas y alguno que otro estaba fichado
por la policía; al menos el 40% fumaban hachís o marihuana habitualmente
y todos coincidían en que estaban enfadados con la vida. El primer día
que di clase mi marido me sugirió que dejase el instituto cuando vio el
estado de nervios en el que llegué a casa; sin embargo, con el tiempo,
mi papel de docente se hizo más pequeño a la vez que aumentaba mi papel
de tutora; no creo que pueda decir que esas clases sirvieran a mis
alumnos para aprender más de lengua española, igual que no puedo decir
que me sirvieran a mí para plantearme mis prácticas docentes; pero fue
un año inolvidable en donde aprendí que trabajamos con personas y que
cada una de esas personas es diferente a las demás y tiene unas
necesidades distintas.
En febrero de 2010 me incorporé a la
Universidad de Alcalá como profesora a tiempo completo y en ese momento
empecé a dar clases a alumnos de Magisterio. Considero que los alumnos
que estudian esa carrera entienden la docencia (tanto la que imparten
como la que reciben) de forma diferente a como lo hacen otros
estudiantes, por ejemplo, los de Filología. Por regla general, son
alumnos con menos interés sobre los conocimientos teóricos de las
disciplinas pero con más disposición a trabajar en grupo o a realizar
tareas diferentes a la clásica clase magistral. Resulta importante que
mi inicio como docente en estos grupos coincidió con la escolarización,
primero de mi hija mayor, y ahora del pequeño. Esto resulta importante
por dos razones: en primer lugar, empecé a ver a mis alumnos como los
posibles maestros de mis hijos, lo que hizo que mi implicación
profesional tomara un cariz personal que no tenía en los estudios de
Filología; por otro lado, empecé a reflexionar sobre la necesidad de
crear interés en los alumnos (tanto por los míos como por mis propios
hijos). Hasta este momento yo pensaba que cierta dosis de aburrimiento
era necesaria en el aula (hay cosas aburridas que también hay que
saber); sin embargo, mi punto de vista sobre esto ha ido cambiando
progresivamente. De la típica clase magistral apoyada con tutorías
grupales e individuales, en donde lo importante son los contenidos de
los que los alumnos han de examinarse, he pasado a otro tipo de clase en
la que me interesa que los alumnos reflexionen sobre la materia (por
regla general, sobre qué es el lenguaje). Mis clases en este momento
tienen poco de magistrales y me interesa mucho más que trabajen en grupo
y que indaguen sobre aquellos aspectos que más les aporten, con la
realización de diferentes actividades en clase. También he cambiado la
forma de la evaluación; combino las autoevaluaciones electrónicas (que
los alumnos pueden hacer en casa, con los apuntes y de forma relajada)
con la realización de una serie de trabajos prácticos y, solamente en
aquellos casos en los que es necesario, realizo una prueba final. Creo
que estos cambios tienen como parte más positiva el hecho de que los
alumnos se implican más en la asignatura y son capaces de reflexionar
sobre el lenguaje, lo que provoca que aprendan de verdad y que no
olviden lo aprendido; como parte negativa, sin embargo, considero que el
nivel de conocimientos disminuye, sobre todo en aquellos alumnos que
trabajan bien en las clases magistrales y están acostumbrados a estudiar
para realizar un examen.